
Durante el 10.º Encuentro ALAC 2025, Juan José Benítez alertó sobre la transformación del crimen organizado, que opera de manera líquida y se infiltra en la economía formal. Destacó que el contrabando, sobre todo de cigarrillos, es una amenaza fiscal y social. En Argentina, reconoció que los cambios actuales son dolorosos pero necesarios, y enfatizó que solo el trabajo constante generará resultados duraderos, concluyendo: “Los malos no descansan, nosotros tampoco podemos hacerlo”.
Benítez también alertó sobre el daño moral del comercio ilícito, que reemplaza al Estado en comunidades vulnerables. Destacó enfoques legales innovadores como el de Ecuador, que prioriza la salud pública. Reconoció que Argentina vive una etapa de dolor, pero confía en que es parte de una transición. El éxito, dijo, dependerá de sostener las reformas con paciencia y unidad. “No queda otra: trabajar todos los días para reconstruir dignidad y justicia”.
Juan José, usted ha dedicado su vida a defender la ley, con 27 años al servicio del sistema de justicia de Argentina. Hoy queremos hablar de un tema ligado a su profesión y su nuevo rol en el sector privado: el combate del comercio ilícito. ¿Cómo está operando el crimen organizado en este ámbito?
— Lo que estamos viendo es una mutación constante. El crimen organizado ha dejado de ser una estructura rígida. Hoy es líquido, se adapta, se infiltra, se transforma. Utilizan empresas legales como fachadas, se camuflan en la economía formal, y lo más preocupante: están un paso adelante de los gobiernos. Mientras los Estados deliberan, ellos ya actuaron. Y lo hacen con una velocidad que asusta.
¿Y qué consecuencias tiene eso para las economías locales?
— Devastadoras. El crimen organizado no solo roba recursos, sino que apaga la llama del emprendimiento. ¿Quién va a invertir en un país donde el mercado está copado por productos ilegales? ¿Dónde la competencia es desleal y peligrosa? Las empresas legales pierden terreno, se retraen, y con ellas se va el empleo, la innovación, la esperanza.
¿Por qué cree que estas organizaciones logran tanto poder?
— Porque entienden algo que muchos gobiernos han olvidado: el poder real está en la calle. Ellos infunden miedo, sí, pero también ofrecen “soluciones” donde el Estado no llega. Sustituyen al Estado en barrios enteros. Y cuando eso ocurre, ya no hablamos solo de crimen: hablamos de terrorismo social. De estructuras paralelas que dictan sus propias leyes.
¿Dónde ve usted que este fenómeno está afectando más?
— En mi experiencia, el comercio ilícito de cigarrillos es un termómetro muy claro. En Centroamérica, por ejemplo, hay un crecimiento alarmante. Organizaciones locales se han aliado con redes internacionales. En Sudamérica, Bolivia y Chile, muestran un patrón preocupante: el auge del contrabando coincide con gobiernos permisivos o, al menos, inactivos. No quiero hacer juicios políticos, pero los hechos están ahí.
¿Por qué el cigarrillo?
— Porque es rentable. El margen de ganancia es enorme. Se calcula que el comercio ilícito de cigarrillos en Latinoamérica y el Caribe genera hasta USD 18 000M para estas organizaciones. Estamos hablando de 79 000M de cigarrillos ilegales al año. Y eso les cuesta a los Estados hasta USD 4.800 M en impuestos no recaudados. Es un negocio redondo… para los delincuentes.
¿Qué más se puede hacer para atacar el contrabando?
— En Ecuador, por ejemplo, cambiaron el enfoque legal. Antes, si el valor del producto no alcanzaba cierto umbral, no se consideraba contrabando, sino una simple infracción administrativa. Pero ahora, si se detecta un producto sin las advertencias sanitarias requeridas, aunque sea una sola cajetilla, ya se considera un delito grave contra la salud pública. Eso cambia todo. No importa el valor económico, importa el daño potencial. Es un enfoque inteligente.
¿Endurecer penas?
— Claro, pero con inteligencia. El contrabandista sabe jugar con los límites. Si el umbral es USD 3M, cargan USD 2.9M. Pero si el delito se define por el incumplimiento sanitario, no hay escapatoria. No hay que inventar la rueda, solo aplicar lo que ya funciona.
¿Por qué el narcotráfico está incursionando en el contrabando?
— Porque nunca fueron solo narcos. Son estructuras empresariales criminales. Tienen logística, seguridad, finanzas, abogados. Diversifican. Pablo Escobar no solo traficaba droga: también contrabandeaba cigarrillos, licores o neumáticos. Buscan negocios de alta ganancia y bajo riesgo. El contrabando de cigarrillos es perfecto para eso.
¿Y por qué encontraron que el contrabando de cigarrillos era un buen negocio?
— Porque es rentable y fácil de mover. Una cajetilla que cuesta cuatro dólares, la venden a dos. Y en un pueblo empobrecido, eso es irresistible. Con lo que ganan vendiendo un kilo de droga, compran medio millón de cajetillas y ganan USD 2.5M. Es un negocio redondo. Y además, les permite lavar dinero.
¿Hacia dónde va todo esto?
— Estamos en un proceso de concientización. Algunos gobiernos ya están reaccionando. Cuando se reconoce que estas organizaciones son terroristas, como hizo Argentina con el Tren del Agua, se abren nuevas herramientas legales: congelar cuentas, confiscar propiedades, cortar el financiamiento. Pero hace falta voluntad política. Y esa voluntad nace cuando la sociedad se cansa.
¿El cañón debe apuntar siempre hacia el dinero?
— Sí, pero no solo. El comercio ilícito tiene dos objetivos: financiarse y destruir moralmente a la sociedad. Empobrecen regiones enteras, eliminan prácticas productivas tradicionales, matan la cultura del trabajo. Y eso es lo más peligroso: la destrucción moral.
¿Cómo reemplazan ese sistema social?
— Lo sustituyen por uno basado en la ilegalidad, en la ley del más fuerte. Antes, lo ilícito daba vergüenza. Hoy es normal. Comprar una camiseta falsa, un DVD pirata, ya no incomoda. Es parte de la cultura. Y eso es una derrota moral. Perdimos la noción de lo que está bien y lo que está mal.
¿Y no pasa nada?
— Nos estamos destruyendo desde adentro. Ellos ganan espacio en esa destrucción moral. Por eso insisto en la educación. Hay que volver a enseñar valores. No solo combatir el dinero, sino reconstruir la ética social. Volver a sentir orgullo por lo correcto.
Con una carrera de 27 años en el sector justicia y dos en el ámbito privado, ¿cómo ve la batalla?
— Soy un eterno optimista. El presente es desafiante, sí, pero también está lleno de oportunidades. Tenemos herramientas que antes no teníamos. Podemos informarnos, movilizarnos, generar conciencia. La bondad y la dignidad están en nuestro ADN. Si nos unimos, si alzamos la voz, a los que somos buenos, podemos lograr grandes cosas.
En su país, Argentina, ¿ve que esos cambios serán permanentes?
— Hay que trabajar para que sean permanentes y para que eso que hoy parece bueno sea mejor todavía. No hay que conformarse, hay que ir por más, pero hay que trabajar todos los días. De nuevo, los malos trabajan todos los días mucho más rápido que nosotros. No necesitan consultar a sus órganos legislativos si cambian o no el negocio que van a hacer. No les consultan a los accionistas si abren una nueva unidad de negocios. Lo decidieron de buenas a primeras. Van más rápido. Tenemos que trabajar de manera incesante para impedir que sigan creciendo.
Y algunas decisiones, como dijo el presidente Milei, ¿duelen?
— Claro que duelen. Pero, a ver, ¿qué cambio no duele? Hasta nacer duele. Crecer duele. Hay cambios que nos impactan, pero eso no significa que ese dolor sea malo. Duele porque hay que achicar gastos, pues desaparecen cosas que antes parecían necesarias y útiles, y de repente te das cuenta de que no era tan necesario eso. Pero ese cambio cultural de dejar lo que uno está acostumbrado y adaptarse a algo nuevo duele. Es una transición necesaria para evolucionar y para dejar atrás años y años de populismo asistencialista que ha degradado a nuestro país. Tenemos que ser conscientes, y en eso fue muy inteligente el presidente, al comunicar desde su campaña que lo que iba a hacer iba a doler, pero ese dolor va a ser para estar mejor una vez que pase.
Y como argentino, ¿cómo lo siente, es época de dolor?
— Estamos en la etapa de dolor, por supuesto, lo vivo todos los días. Mi padre es un jubilado. Lo veo, pero sé que es un dolor necesario para que el día de mañana estemos mejor.
¿Y le va a alcanzar el tiempo al presidente?
— Depende de nosotros. Depende de lo bueno que le alcance el tiempo para hacer las reformas estructurales que haya que hacer para no volver a lo que no queremos volver. La tecnología nos acostumbró a todo inmediato, pero los cambios no son inmediatos. En nuestro proceso democrático lleva tiempo en consolidarse. Tienen que pasar por el Congreso las reformas estructurales para desregular la economía, permitir que haya más comercio, más libertad competitiva. Y una vez que eso pasa, tienen que generar confianza en el inversor en que vale la pena, que hoy ponga el dinero y no venga ningún gobierno nuevo y pierda su inversión. Cuarenta años nos hicieron el país pobre que somos. No podemos pretender que en un año dejemos de serlo. Son procesos dolorosos. Pero hay que transitarlos para llegar. No queda otra. Tener paciencia y trabajar todos los días incesantemente para lograr los objetivos, que son libertad, mejor educación, trabajo digno, salir de la pobreza, una educación para todos, y justicia eficiente y eficaz.